jueves, 25 de mayo de 2017

La decadencia sexual de Fernando el Católico



El rey Fernando el Católico tuvo que resolver serios problemas políticos y militares durante el tiempo que compartió el trono de la recién reunificada España con Isabel de Castilla, pero se le iban a multiplicar después del fallecimiento de esta el año 1504, en Medina del Campo. Una fatídica sucesión de muertes en los hijos del matrimonio había dejado como única heredera a Juana, casada con un ambicioso Felipe el Hermoso. Por cierto, que la historia universal, y la de España en particular, está sembrada de casos de herederos cuyos fallecimientos prematuros provocaron que su curso zigzaguee y hasta en ocasiones dé un vuelco espectacular visto con la perspectiva que otorgan los siglos; pero ese relato llenaría otro libro. 

El yerno demostró muy pronto que quería tomar posesión de la herencia de Isabel aún en vida de su suegro y este se sintió obligado a buscar una solución que parase los pies al flamenco, que tenía totalmente dominada la voluntad de Juana, como tendremos ocasión de comentar en otro capítulo. En aquel tiempo los enlaces matrimoniales eran una de las más poderosas armas políticas, y Fernando e Isabel la habían utilizado ampliamente casando a sus hijos con los reyes o príncipes herederos de Portugal, Inglaterra y Borgoña para cercar a la vieja enemiga Francia. De modo que el aragonés, arquetipo de astucia política en el que quizá se inspiró Maquiavelo para dechado de su obra El Príncipe, decidió realizar una jugada maestra: contrajo matrimonio, menos de un año después de la muerte de Isabel, con Germana de Foix, una sobrina del rey francés, y manifestó su disposición a ceder sus reinos de Aragón e Italia al hijo que naciera de esa unión, quitándoselos así a Felipe. 

Germana tenía diecisiete años en el momento de la boda; no era, según los cronistas, demasiado guapa, incluso cojeaba algo, pero ofrecía, además de otros encantos de esa edad, un carácter vivaracho, amigo de fiestas y juguetón en el lecho. Pero Fernando tenía ya cincuenta y tres años, una edad muy elevada para un hombre a comienzos del siglo XVI, y además habían sido años muy ajetreados tanto en la política como en la guerra y también en la actividad sexual, que no solo, ni mucho menos, practicaba con su esposa, sino que siempre le gustó picotear en corrales ajenos. El primero y principal de sus bastardos fue Alfonso de Aragón, fruto de una relación —o varias— con Aldonza Roig poco antes de su boda con Isabel. Don Alfonso, reconocido por su padre, fue nombrado siendo casi un niño arzobispo de Zaragoza, pero los hábitos no le restaron ánimo ni fuerzas para desarrollar una activa vida sexual, con el mismo entusiasmo que Fernando: fue abuelo de san Francisco de Borja y predecesor, por lo tanto, de la familia valenciana de los Borja que se italianizó como Borgia con toda su particular historia a cuestas. Pero el Católico mantuvo su actividad sexual después de casado con Isabel. Con una hermosa viuda de Tárrega, a la que sus conocidos llamaban «la muchacha de la media noche», bello apodo más propio del Romanticismo, tuvo a Juana de Aragón, llamada a ser duquesa de Frías, uno de los títulos más encumbrados del reino de Castilla. También se le conocen al menos dos hijas, que acabaron monjas como era habitual, de sus relaciones con una moza vizcaína y otra gallega. Y tantos más que no han merecido siquiera figurar en las crónicas. 

Aun así, el rey no podía contener sus ardores y parece ser que consumó el matrimonio con Germana en la población de Dueñas, a la que había llegado la novia, antes de celebrarse la solemne boda en Valladolid unos días después. En esto de los himeneos, Fernando parece querer repetir su propia historia. En efecto, en octubre de 1569, siendo él aún solo príncipe heredero de Aragón, había llegado a Dueñas clandestinamente, disfrazado de mozo de mulas, tras recorrer media España, para casarse con la ya reina Isabel I de Castilla en contra de la voluntad de una buena parte de la nobleza de ambos reinos. Fue, quizá, uno de los pocos matrimonios regios por auténtico amor de toda nuestra historia, aunque no faltaran, pues ninguno de los dos pecaba de ingenuo, los planes políticos que ambos tenían mucho más claros que la mayoría de sus cortesanos. Hay historiadores que sugieren o incluso se atreven a afirmar que el día del encuentro en el palacio de los Acuña hubo más que saludos protocolarios entre los jóvenes y que en alguna alcoba del magnífico edificio, aún visitable en la localidad, pasaron de los proyectos a los hechos. Desde luego debieron de encontrar a plena satisfacción el lugar, pues a él se retiraron tras la boda oficial en Valladolid para pasar lo que hoy llamaríamos una corta «luna de miel» antes de separarse a disgusto para retornar cada uno a su reino. Aquel episodio, digno de una novela de aventuras, sucedía el día 19 de octubre; y esa misma fecha, pero de 1505, tuvo lugar en la ciudad francesa de Blois el matrimonio por poderes entre el viudo Fernando, representado para la ocasión por el conde de Cifuentes, y la pizpireta Germana. El encuentro físico, y carnal, entre ambos no se produjo, sin embargo, hasta cinco meses después, el 18 de marzo de 1506, debido en parte a los trámites diplomáticos y a las largas distancias a recorrer. 


Al año siguiente nació un niño al que bautizaron con el nombre de Juan y que de vivir más hubiese supuesto la ruptura de la unidad española, pero que falleció al poco tiempo. Fernando seguía necesitando entonces un heredero, pero al morir Felipe el Hermoso poco después, el tema sucesorio dejó de ser importante. Lo que sí continuaba en plena ebullición era el ardor sexual de Germana, que exigía cumplimiento al cada vez más achacoso marido. Pero Fernando, el pobre, no daba ya más de sí, manifestando claros signos de impotencia para esos deberes conyugales. Y los cortesanos buscaron remedios con que vigorizar a su señor. Entre los predecesores de la Viagra, y aquí es donde quería llegar con este relato, aunque de la cuestión se tratará con más detenimiento en otro lugar de este libro, había dos que se preconizaban como utilísimos. El primero era la ingestión de criadillas (testículos) de toro, el animal totémico español y paradigma del poder genésico, en todas las preparaciones culinarias imaginables: crudas, guisadas, dando su sustancia a un caldo, etc. A Fernando lo hartaron literalmente de estas comidas sin que se lograra el efecto deseado de que aumentara su capacidad para las relaciones sexuales. 

Hubo, pues, que recurrir al otro producto recomendado por la farmacopea: la cantárida. Es este un insecto que vive en algunos árboles, sobre todo el tilo y el fresno, y cuyo organismo contiene una sustancia que provoca la dilatación general de los vasos sanguíneos si se administra a una persona. Naturalmente, entre los vasos dilatados se encuentran los del pene, y de ahí el efecto «vigorizante». En realidad, eso mismo exactamente es lo que hace el moderno sidenafilo, solo que limitando su acción en el resto del organismo y destacando la que tiene sobre los genitales masculinos. La cantárida actuaba mucho más por las bravas y sus efectos vasodilatadores generales podían provocar graves episodios de congestión y hasta la muerte por hemorragia cerebral, hemorragias de vejiga y de las vías urinarias acompañadas de insoportable escozor o por sobrecarga cardiaca —algo que también se ha achacado al sidenafilo cuando se toma en dosis excesivas o por personas que ya padecen trastornos circulatorios—. Y eso es lo que le sucedió al pobre Fernando el Católico. En enero de 1516, con sesenta y cuatro años a la espalda y en las arterias, se encontraba de viaje hacia el monasterio extremeño de Guadalupe acompañado de la fogosa Germana y en el pueblo de Madrigalejo, a muy corta distancia de su destino, debió de superar las cantidades prudentes de cantárida para satisfacer a su esposa y falleció de una apoplejía, no sabemos —hasta ahí no llega el detallismo de los cronistas— si durante el «acto de servicio» o en sus prolegómenos, en los que la reina parece ser que era de filigrana. 

Por cierto, que la historia es muy amiga de jugar con el destino de los hombres y en esta ocasión lo demostró. Efectivamente, al morir Isabel ciertos videntes —que este oficio tampoco es de ahora ni ha requerido los teléfonos 806— le aconsejaron a Fernando que nunca visitara la ciudad natal de aquella, Madrigal de las Altas Torres, so pena de morir allí, y el rey les hizo caso y jamás volvió a pisar Madrigal, pero fue a morir... en Madrigalejo. 

Texto extraído del libro: Grandes polvos de la Historia de José Ignacio de Arana. Lo puedes comprar aquí.

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